Infinidad de calles madrileñas tienen nombres que guardan relación con personajes que habitaron en ellas, sucesos o leyendas, algunas de ellas, las puedes encontrar en la sección "Calles".
Hoy voy hablar de la calle de la Cabeza, cuyo nombre viene dado por una de las leyendas más curiosas de Madrid, que bien podría ser el guión de una película de terror.
La calle de la Cabeza se encuentra en el barrio de Lavapiés. Allá por el siglo XVII, reinando Felipe III, esta zona tenía un aspecto muy diferente al que tiene hoy, no estaba tan poblada e incluso se podían ver huertos y campos de labor. En algún punto de esta calle, había una casa, hoy desaparecida, en la que vivía un sacerdote junto a un sirviente que le ayudaba en el cuidado de la misma.
Parece ser que el sacerdote tenía una pequeña fortuna y la mala costumbre de guardarla a la vista de su sirviente, posiblemente fruto de la confianza que tenía con él. Un buen día, el sirviente dejó de serlo para convertirse en ladrón y asesino. No sólo le robó la fortuna al sacerdote, además, le asesinó brutalmente. No se sabe muy bien cómo fue pero, al parecer, el sacerdote murió decapitado.
El sirviente puso pies en polvorosa y se largó a Portugal, donde se le perdió la pista. Al sacerdote le encontraron días después, decapitado y en un charco de sangre. Este crimen fue todo un escándalo del que se hablaría durante bastante tiempo hasta que, poco a poco la gente se fue olvidando de ello.
Será por aquello de que los criminales siempre vuelven al lugar del crimen, pasado un tiempo razonable, al sirviente le dio por volver a Madrid. Su aspecto había cambiado bastante, vestía como si fuese un caballero, con una flamante capa, tan de moda en aquella época. Un buen día, estaba dando una vuelta y se le antojó comer cabeza de carnero, así que compró una en un puesto y se fue caminando por las calles, quizás pensando en cómo cocinar aquella cabeza.
Antiguamente las bolsas de plástico no existían, bueno, ahora tampoco parecen existir en algunos comercios que se empeñan en no tenerlas porque se las comen las tortugas marinas que viven a cientos de kilómetros de Madrid... volviendo al tema, como no había bolsa de plástico, el sirviente, ahora disfrazado de caballero, se guardó la cabeza de carnero bajo la capa y se fue para ver dónde se la podían cocinar.
No lejos del sirviente y su cabeza, había un alguacil que, alarmado al ver un reguero de sangre en el suelo, comenzó a seguirlo, pensando que se trataba de sangre humana y ¡voilà! se topó con el sirviente.
El alguacil al ver que ese caballero tenía algo oculto en la capa y que, encima chorreaba sangre, le dijo que le enseñase lo que guardaba, el sirviente, muy ufano abrió la capa y le cambió la cara, la cabeza que llevaba ya no era la del carnero, ¡era la del sacerdote!
Finalmente el sirviente fue ahorcado en la Plaza Mayor, ante la atenta mirada de los madrileños de la época y la mirada muerta del sacerdote que, de forma justiciera habían colocado su cabeza en una bandeja de plata durante la ejecución. Se dice que con el último estertor del reo, la cabeza de sacerdote volvió a ser la del carnero.
Hoy se recuerda aquel hecho, mitad realidad y mitad leyenda, en las placas que dan nombre a la calle, en ellas aparece la cabeza del cura sobre una bandeja y, a un lado la del carnero.
Hoy voy hablar de la calle de la Cabeza, cuyo nombre viene dado por una de las leyendas más curiosas de Madrid, que bien podría ser el guión de una película de terror.
La calle de la Cabeza se encuentra en el barrio de Lavapiés. Allá por el siglo XVII, reinando Felipe III, esta zona tenía un aspecto muy diferente al que tiene hoy, no estaba tan poblada e incluso se podían ver huertos y campos de labor. En algún punto de esta calle, había una casa, hoy desaparecida, en la que vivía un sacerdote junto a un sirviente que le ayudaba en el cuidado de la misma.
Parece ser que el sacerdote tenía una pequeña fortuna y la mala costumbre de guardarla a la vista de su sirviente, posiblemente fruto de la confianza que tenía con él. Un buen día, el sirviente dejó de serlo para convertirse en ladrón y asesino. No sólo le robó la fortuna al sacerdote, además, le asesinó brutalmente. No se sabe muy bien cómo fue pero, al parecer, el sacerdote murió decapitado.
El sirviente puso pies en polvorosa y se largó a Portugal, donde se le perdió la pista. Al sacerdote le encontraron días después, decapitado y en un charco de sangre. Este crimen fue todo un escándalo del que se hablaría durante bastante tiempo hasta que, poco a poco la gente se fue olvidando de ello.
Será por aquello de que los criminales siempre vuelven al lugar del crimen, pasado un tiempo razonable, al sirviente le dio por volver a Madrid. Su aspecto había cambiado bastante, vestía como si fuese un caballero, con una flamante capa, tan de moda en aquella época. Un buen día, estaba dando una vuelta y se le antojó comer cabeza de carnero, así que compró una en un puesto y se fue caminando por las calles, quizás pensando en cómo cocinar aquella cabeza.
Antiguamente las bolsas de plástico no existían, bueno, ahora tampoco parecen existir en algunos comercios que se empeñan en no tenerlas porque se las comen las tortugas marinas que viven a cientos de kilómetros de Madrid... volviendo al tema, como no había bolsa de plástico, el sirviente, ahora disfrazado de caballero, se guardó la cabeza de carnero bajo la capa y se fue para ver dónde se la podían cocinar.
No lejos del sirviente y su cabeza, había un alguacil que, alarmado al ver un reguero de sangre en el suelo, comenzó a seguirlo, pensando que se trataba de sangre humana y ¡voilà! se topó con el sirviente.
El alguacil al ver que ese caballero tenía algo oculto en la capa y que, encima chorreaba sangre, le dijo que le enseñase lo que guardaba, el sirviente, muy ufano abrió la capa y le cambió la cara, la cabeza que llevaba ya no era la del carnero, ¡era la del sacerdote!
Finalmente el sirviente fue ahorcado en la Plaza Mayor, ante la atenta mirada de los madrileños de la época y la mirada muerta del sacerdote que, de forma justiciera habían colocado su cabeza en una bandeja de plata durante la ejecución. Se dice que con el último estertor del reo, la cabeza de sacerdote volvió a ser la del carnero.
Hoy se recuerda aquel hecho, mitad realidad y mitad leyenda, en las placas que dan nombre a la calle, en ellas aparece la cabeza del cura sobre una bandeja y, a un lado la del carnero.