España es un país en el que, afortunadamente, no existe la pena de muerte, aunque sí hubo un tiempo en el que su aplicación era una práctica legal y habitual. Hasta los años setenta del siglo pasado, la Ley y los jueces podían dictaminar si un delincuente debía ser ajusticiado o no.  

A diferencia de otros países, en España, cuando se condenaba a alguien a la pena capital se hacía mediante el famoso garrote vil, un aparato muy sencillo que servía para romper el cuello al condenado y darle una muerte rápida, aunque eso no era lo habitual, generalmente los condenados morían estrangulados tras una larga agonía, como le ocurrió al famoso asesino José María Jarabo, que tardó bastante tiempo en morir, según parece, por el gran tamaño de su cuello.

Con la pena de muerte la sociedad se libraba de lo que consideraba un peligro social aunque, paradógicamente, esa misma sociedad también se manchaba las manos de sangre. Esta tarea, la de la propia ejecución, recaía en las manos del verdugo, normalmente personas sin recursos que por desesperación aceptaban este “trabajo”.

Casimiro es el nombre de una de esas personas que se vieron obligadas a matar en nombre de la Ley. Vivía en una casucha ruinosa de ladrillo en el Madrid de los años treinta del siglo pasado, en lo que hoy es el barrio de La Elipa, que por aquel entonces no era más que un descampado con alguna que otra casucha ruinosa.

La historia de Casimiro se hizo pública en enero de 1930 cuando unos reporteros de la revista Crónica fueron a visitarle. La narración de la visita y la posterior charla con el verdugo que publicó este medio, pone en evidencia una de las cosas a las que se tenían que enfrentar estas personas: el rechazo social. Los verdugos, además de sufrir el cargo de conciencia al que inevitablemente se enfrentaban, tenían que lidiar con el estigma social: por el miedo y el rechazo que producían a la gente.

Los reporteros del Crónica cuentan que Casimiro era un hombre de 46 años de aspecto grave y adusto. Vivía en una casucha de ladrillo con su hijo, un niño pequeño que no paraba de jugar en medio de aquel arrabal desolado. Casimiro también compartía vivienda con su amigo, un señor mayor y casi ciego al que ayudaba económicamente ya que no se podía mantener por su cuenta.



La narración de la visita a Casimiro está llena de tópicos ingeniosamente hilados para poner al lector en la piel del reportero. El miedo y el morbo son dos de los tópicos que aparecen muy bien reflejados, como en el momento en el que preguntan a Casimiro por el número de personas a las que ha ejecutado. Casimiro responde inmediatamente diciendo: “yo no ejecuto a delincuentes; los ejecutan sus delitos”. El reportero asiente y vuelve a preguntar por el número de ejecutados. Al principio Casimiro no se atreve a decir una cantidad exacta, se hace evidente que no se siente orgulloso de su trabajo, sólo tras la insistencia del reportero, Casimiro cede y confiesa que han sido 16.

La entrevista finaliza con un alegato llamativo, una nota escrita a mano por el propio Casimiro con el deseo de que llegue pronto la abolición de la pena de muerte.

Por desgracia Casimiro nunca llegó a ver materializado su deseo, seis años después de esta crónica estalló la guerra y sus horrores, mucho mayores a los que hasta entonces tuvo que enfrentarse Casimiro. ¿Qué fue de él y de su hijo? eso es algo que posiblemente nunca lo sabremos.

Fuentes y fotos:
Crónica / Enero 1930