Antes de llegar a Madrid vivía en Burgos, allí fue acusada de brujería y condenada a vergüenza pública. Como castigo la emplumaron y le colocaron un ridículo sombrero con forma de cono en el que aparecían imágenes del delito del que era acusada. De esta forma fue paseada por las calles burgalesas aguantando los insultos y escupitajos de las gentes iracundas.
Al llegar a Madrid, María Mola, conocida como “la Agorera” siguió ejerciendo sus artes adivinatorias y la brujería. Público no le faltaba, en aquella época la gente era tan supersticiosa como religiosa.
Como tenía prohibida la entrada a la Villa, María tuvo que vivir a las afueras de aquel viejo Madrid, en unos arrabales cercanos a lo que hoy es la plaza de Santa Ana, concretamente en lo que hoy es la calle Núñez de Arce.
La clientela acudía a María en busca de hechizos de amor, sortilegios para acabar con enemigos o simplemente en busca de alguna predicción para el futuro.
Parece ser que María era una gran profesional, del engaño, pues cada día su clientela era mayor y de lo más variopinto.
Un buen día, se presentó en su casa un religioso franciscano, fue a visitarla porque un compañero suyo le había hablado de las magníficas artes de la hechicera. El religioso, temeroso de Dios, como debe ser, acudió a la cita con la bruja ansioso por saber qué le podría deparar el futuro y temeroso de caer en pecado mortal.
María condujo al hombre a una sala en la que realizó un extraño y misterioso ritual. Finalmente, la bruja tuvo una horrible visión y previno al religioso de lo que le iba suceder al día siguiente cuando dijera su primera misa.
Posiblemente el pobre hombre pasaría la noche atormentado pensando en la predicción de la bruja. Al despuntar el alba, con su primera misa lo sabría.
Faltaban pocos minutos para el amanecer, el religioso se preparaba para la misa aquella fría mañana de invierno. Mientras hacía los preparativos en la más absoluta soledad pudo escuchar algo extraño a su espalda. Desconcertado, el religioso vio algo en la oscuridad que se movía. Por la cadena de una de las lámparas de la iglesia corría algo, no sabía qué era aquello, se acercó un poco más y aquella cosa comenzó a chillar y el hombre cayó fulminado al suelo quedando inconsciente.
Poco tiempo después, el religioso fue reanimado y pudo contar que sufrió una especie de ataque de pánico al ver como un horrible demonio de grandes ojos y cuernos trepaba por la cadena de una de las lámparas de aceite de la iglesia, dijo que al ser descubierto, el demonio comenzó a chillar de una manera infernal hasta que al pobre religioso le dio un patatús.
El hombre, que ya se creía en pecado mortal, tuvo que confesar que el día anterior visitó a la Agorera y ésta le dijo que se le aparecería o un ángel o un demonio, según el estado de su alma.
El nombre de María que ya era más que conocido en toda Castilla puso a las autoridades en alerta, se hizo una investigación y finalmente María confesó. La Agorera dijo que aquel demonio no era otra cosa que una lechuza que ella misma había soltado en la iglesia para asustar al religioso.
Las autoridades indignadas aplicaron todo el peso de la Ley y aplicaron la ordenanza dictada por el rey D. Juan II de Castilla contra los hechiceros.
María, la Agorera, fue conducida al patíbulo, allí fue ahorcada y posteriormente apedreada por la muchedumbre.
Con el tiempo, la calle donde vivía María, que todos conocían como calle de la Agorera fue cambiando, incluso el nombre ya que con el paso del tiempo ese nombre derivó en “gorguera” hasta que en 1804 el Ayuntamiento cambió el nombre definitivamente por el poeta y dramaturgo Núñez de Arce.
Nota: De esta historia hay varias versiones, todas ellas muy similares, he narrado esta, de Pedro de Répide, que es la que me parece más fiel a la realidad.
Algunas fuentes dicen que María la Agorera, murió en la hoguera, otros dicen que fue ahorcada, creo que esta última que parece más verídica.