Hace unos meses se conmemoraba el bicentenario del nacimiento de Mariano José de Larra, un escritor y periodista del siglo XIX. El bicentenario se celebró sin pena ni gloria. Tampoco desde este blog he hecho ninguna mención especial a este gran hombre, salvo una referencia a su hija Baldomera, tan lúcida como su padre, pero por desgracia dedicada al mundo delictivo.

Todo este olvido quedará enmendado con una serie de post en los que recordaré a este madrileño al que, personalmente, tengo bastante cariño y admiración.

Larra fue una de las mentes más lucidas de su tiempo, muy crítico con la política y la sociedad española del XIX, como queda demostrado en alguno de sus artículos en los que, recurriendo a la ironía para librarse de la censura, critica con saña las políticas absolutistas de Fernando VII. Tampoco se libraron los liberales, pese a que él tenía gran afinidad ideológica con ellos.
Larra deseaba una España moderna, abierta al mundo y libre, al estilo de la vecina Francia, a la que tenía de modelo. Desgraciadamente nunca llegó a ver esa España, cuando contaba con sólo 27 años, Larra puso fin a su vida de un disparo.

Hay muchas especulaciones sobre los motivos que le llevaron a tomar esta drástica decisión. Uno de los que más peso podría tener fue el fracaso sentimental con su amante, Dolores Armijo. Precisamente ella fue la última persona que le vio con vida. Parece ser que acudió a verle a su casa para decirle que su relación estaba definitivamente acabada.
Otro de los motivos, puede que no el principal pero sí el responsable de sumir a Larra en un constante pesimismo, debió ser la sectaria y liberticida política y sociedad de la época que puso infinidad de trabas, tanto en sus escarceos en el mundo de la política como en su trabajo como escritor y periodista.

Hay un artículo que Larra escribió poco antes de suicidarse, en el que podemos apreciar y comprender el desaliento que debía sentir. Se titula El Día de Difuntos de 1836. Se trata de un paseo por Madrid, una ciudad convertida en un gran cementerio en el que las instituciones políticas, culturales y económicas de España, aparecen como decadentes sepulcros en los que yacen todo aquello que podrían haber hecho de España una gran nación. El final del artículo se refiere a él mismo como otro cementerio, dice así.

¡Santo Cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!


A los pocos meses de escribir este artículo, un 13 de febrero de 1837, curiosamente un lunes de Carnaval, Larra puso fin a su vida de un disparo.

En esta casa, en el número 3 de la calle Santa Clara, vivió los últimos días de su vida, en ella se suicidó.
En la fachada hay una placa en su recuerdo, incomprensiblemente, oculta por las ramas de un árbol.

Los restos de Larra descansan en Sacramental de San Justo. Como casi siempre ocurre con los muertos en España, Larra pasó por otros dos cementerios. Actualmente y desde 1902, descansan en la Sacramental de San Justo, espero que para siempre, en un bonito panteón, rodeado de otros personajes ilustres como José de Espronceda, uno de sus mejores amigos.

La casa de Larra y su tumba son prácticamente los únicos lugares en los que podemos acercarnos al personaje de una manera personal, pero no podemos olvidar su obra, un legado muy importante digno de conocer para comprender mejor la España del XIX y la del XXI en la que, posiblemente, a Larra le hubiese gustado vivir y en la que hubiese dado mucha caña a los políticos actuales, tan sectarios como los de antaño.

Este es un pequeño homenaje a Larra que, como he dicho anteriormente, no será el último.